
Cuando el principito volvió se encontró con dos zorros, un zorro que brillaba como el oro y otro capaz de hablar en idiomas.
Creyó que podría domesticarlos como había hecho con los pasados pero el principito era incapaz de ver las heridas más profundas que estos zorros portaban como bandera.
Los visitó todos los días, muchos días y ya se sentía triunfador, esperado. ¡Los zorros le hablaban! Se le acercaban muchas tardes y el principito estaba seguro de su éxito.
Pero los zorros también desaparecían en días, y ahí se quedaba el principito esperándolos junto a los campos de trigo. Entonces el enojo lo cegaba y juraba no volver a visitar a esos que nunca serían sus amigos.
El principito era ingenuo y era bueno y cuando veía pasar entre la hierba esas colas juguetonas que no lo llamaban, corría de todas formas trás ellas engañándose al pensar que existía un lazo que los unía.
Los zorros eran graciosos, amables y hermosos. ¿Cómo podía el principito no quererlos?
Sin embargo el principito esperaba de ellos algo que no parecían capaces de darle. Los zorros recordaban las cosas que él les contaba de su rosa, recordaban sus historias y acariciaban sus piernas con sus colas de madera y oro, pero era sólo un juego. Los zorros no entendían de domesticar ni de ser domesticados, eran zorros libertarios y perdidos, que iban y volvían como el mar y que salían por los caminos a esperar la muerte, no la vida.