y así, en la mitad de la noche hice el primer movimiento, una caricia breve y precisa a su pelo y él lo entendió todo y tomó mi mano y me dijo lo que esperaba en ese silencio abismante de lo oscuro.
Le di un beso, ese primer beso que rompe o cierra todas las puertas a su paso. Su boca se abrió hermosa y se vino conmigo. Guardé sus besos en mi colchón desde ese momento en adelante.
Se metió a mi cama y entre mis brazos en medio de la noche, como ladrón y le seguí regalando cada uno de los besos potenciales, cada una de las caricias que tuve guardadas esperando que él llegara y si llegaba.
Perdí todo lo que pude para no volver a encontrarme, me hundí en el mar de su piel como nunca antes.
Cedí todo lo que tenía para ofrecer, sin límites, sin barreras y sin pudor. Me entregué al espiral de ardores, y en medio de la noche, con el ruido de las calles incesante y molesto, lo miré a los ojos y lo amé. Amé lo que me daba y amé lo que le dí, amé cada centímetro de su piel y de mis dedos en su espalda. Amé las sábanas y amé a los millones de ojos que no observaban ni vivían ese momento hermoso.
y él pudiese estar incluso más profundo, en el centro del infierno, y yo en su interior y él en el mío en una cadena infinita.
Lo besé porque todo llegaba a su fin y abrí cada camino que él estuviera dispuesto a recorrer. Dejé que esa noche fuera suya y él me la entregó de vuelta llena de sensaciones nuevas. Sus besos, sus manos y esa fuerza ciega que golpeaba contra mis costas. Dulce venganza de las marcas para otros ojos, porque podía y porque era necesario. Ya habíamos gastado tantas palabras pero las acciones eran más abandono, más entrega y ofrecí todo lo que pude recordar ofrecer. Si quedó algo en el tintero me arrepiento desde ya.
Dormir a su lado, en sus besos y sin ganas de defenderme me dejaron con nostalgia. Un último polvo y tuvo que irse. No dolió la despedida, sólo los músculos aún encabritados. Luego, a dormir.
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